
ÉSTA ES UNA IMPRESIÓN PERSONAL, BASADA EN EXPERIENCIAS ACADÉMICAS CONCRETAS.
No sé vosotros, pero yo
estoy un poco enfadada, y bastante decepcionada, y triste, muy triste.
Últimamente son sentimientos compartidos por todos nosotros, víctimas de
políticas muchas veces absurdas, injustas e ineficaces. Y sobre todo, desde
donde a mí me toca, en el ámbito educativo. No es un secreto. Están anulando a
las personas, al capital humano del país. Están deshaciéndose del potencial que
podría convertir el sistema en el que vivimos en uno eficiente, mínimamente
equilibrado y competitivo. Uno en el que se pudiera vivir, trabajar y rendir,
tanto profesional como personalmente, de forma honesta y comprometida.
No sé vosotros, pero
que una asignatura relativa a la historiografía, la filosofía o la asimilación
de un tema tan amplio como el Derecho –nuestro, extranjero y de otro tiempo-,
por ejemplo, esté limitada, comprimida en un periodo de tiempo de tres meses
escasos, y cuya evaluación se vea reducida a dos o tres preguntas aleatorias en
un examen oral y único, me parece qué menos que toda una gran pérdida de tiempo, de
recursos y de ese potencial que lucha por crecer, definirse y surgir en la
sociedad como un motor del progreso y estabilidad.
No sé vosotros, pero yo
no creo en este método. Me considero una persona inteligente, con recursos y
capacidad de aprendizaje, de aplicación de mis conocimientos y de hacerme
responsable de las ejecuciones de los mismos. Nunca he considerado mis notas
las más brillantes y, sin embargo, nadie me ha puesto nunca por debajo del
intelecto más evidente de la clase.
Me gusta pensar y aprender, y tomar
decisiones y asumir responsabilidades que creo posible encomendarme. No lo sé
todo; pero, lejos de ser un obstáculo, lo considero una motivación, un incentivo.
Tengo buena memoria, selectiva y pragmática, pero algún que otro problema en
cuanto a la atención, de por sí caprichosa. Y siempre he estado orgullosa de
cómo funciono, me ha permitido hablar, expresarme y escuchar como lo hago, que
creo que no está nada mal. He aprendido leyendo, debatiendo e interactuando con
el conocimiento. He aprendido atreviéndome y equivocándome. Y ahora estoy más
segura de aquello en lo que erré alguna vez, que de lo que nunca ha sido
verdaderamente juzgado. Nunca me ha cundido la memorización, y lo único que me
ha dado es dolor de cabeza e inseguridad. Mi auto exigencia se ha visto
agravada por mis problemas de aburrimiento en el proceso de memorización. Y me
ha convertido en una persona con tendencia a la ansiedad y con un notable
sentido del ridículo, agravando mi ya de por sí natural miedo al fracaso. Las
técnicas de estudio que complementan a los métodos de evaluación que predominan
en este país me han hecho sentir, en muchas ocasiones, un fraude, una inútil,
una mentira. Me han castigado por no entender, por no
absorber información como un ordenador. Me han castigado y humillado por
fracasar.
No sé vosotros, pero yo
veo un problema. Y no creo que sea nuestro, aunque eso sea lo que nos hagan ver. No
confiaré en un profesional cuya prioridad en el transcurso de su formación
básica haya sido aprobar o conseguir cierta nota. No confiaré en un profesional
que no entienda de lo que habla. No reconoceré a un buen
estudiante por sus matrículas de honor, sus excelentes o sus diplomas, sino
por su conocimiento profundo, consciente y responsable, y su forma de
transmitirlo y aplicarlo. No quiero limitar la comprensión y asimilación de una
materia tan importante como la historiografía jurídica o la jurisprudencia
romana a tres meses, ni demostrar todo lo que sé y he aprendido en dos
preguntas aleatorias. Yo no confiaría en el más condecorado de los estudiantes.
No confiaría en mí, sabiendo todo lo que hay detrás. Y si no confío en mí tras
la experiencia, si no podemos confiar en el método, ¿cómo confiar en el
resultado?
“The most common way people give up their power is by
thinking they don't have any.”— Alice Walker