13 abr 2014

De cuando el brote desafió a las grandes tormentas

Un pequeño caballero desconocido cruzó la plaza de la ciudad gris en un amanecer frío y primaveral, las claras luces del alba se reflejaban en su armadura negra, descubriendo el polvo de muchos años de sosiego. Un dormitar que acabaría por despertar con el primer golpe asestado.

—Miradle, está aquí —empezaron las gentes a murmurar, rodeando el lugar donde se tenía previsto el duelo que habían acordado cuando el pequeño luchador desafió al grande.  

—¿Es el duende?

—Sí, es él.

—¡Por los Truenos y los Rayos! ¡Mirad quién osa presentarse a cobrar sus méritos!

El duende, o como en Íride se conocía al pequeño y misterioso –porque nadie sabía quién se escondía tras el acero oscuro– caballero del Norte se dispuso en el pedregoso suelo del centro de la plazoleta, y desenvainó una larga y ligera espada de modesta empuñadura y brillante hoja traslúcida.

Los tambores de los trovadores allí presentes empezaron a sonar mientras pisaban fuerte, balanceándose de un lado a otro, retumbando los cimientos y haciendo temblar de emoción los corazones. El del duende apenas se inmutó –atrapado en su habitual ritmo sosegado–, colocó su mano izquierda tras la espalda y se estiró lo más que pudo, así como extendió el brazo que sostenía su arma hacia adelante, incitando a su contrincante.

—Al final habéis elegido la muerte, mi amigo —respondió uno de los caballeros plateados, apoyados en uno de los muchos muros del mercado—, y yo bien a gusto os satisfaré. Así la próxima vez descubriréis vuestro rostro por las buenas y no nos haréis perder el tiempo.

El joven guardia pronto desenvainó una pesada y plateada espada que dirigió al centro de la plaza, a pocos pasos del duende, quien apenas se había inmutado.

Empezaron a danzar en círculos, tanteando las técnicas contrarias, desafiando cada bache de sus pies, y haciendo girar sus espadas alrededor de sus cuerpos, ganando soltura y preparándose para un pequeño choque de reyes de las calles.

El ambiente que se mascaba era como un puré demasiado espeso como para taponar los pulmones, haciéndoles respirar lenta y difícilmente. Como si sus cuerpos vivieran un mediodía de verano, en vez de un amanecer primaveral.

El primer golpe lo asestó el caballero plateado, haciendo temblar cada hueso del duende, que no dudó en agacharse fugazmente y esquivar el segundo golpe que le hubiera roto el yelmo. Agachado alcanzó los puntos débiles de la armadura de los  guardias: los tobillos, el cuello, las axilas y las muñecas. Y cogiendo fuerzas cruzó sus piernas, situándose detrás, mas el caballero fue rápido pues se esperaba esos movimientos de un ser tan pequeño. Lo agarró del cuello y lo zarandeó. Las mujeres gritaron de emoción y los hombres vitorearon.

El duende pataleaba,  y por las rendijas de la visera pudo ver el rostro apresurándose de su enemigo:

—Hoy será día de recordar —rió, petulante— el secreto de un viejo mito, un legendario luchador, un silencioso duende.

El tajo que siguió después nadie llegó a verlo, ni si quiera el propio duende, quien con admirable temple había conseguido contraatacar. Alcanzó al guardia bajo el yelmo, entre las hombreras, y éste chilló de dolor mientras dejaba caer al duende, que chocó contra el suelo. El caballero, furioso, cargó su gran espada contra el pequeño, pero el duende rodó unos pasos por las piedras fundidas del suelo, y consiguió retener el siguiente espadazo con su propia arma. Arremetió con una increíble fuerza y un grito poderoso mientras se incorporaba y hacía desviarse el filo enemigo a un lado.

El caballero cruzó su espada contra su rival y «derecha, izquierda, derecha, abajo, derecha». Tras varios cruces y choques de acero, el caballero consiguió deslizar su espada bajo las axilas de la joven criatura y descargó un tajo ascendente bajo el acero oscuro de su armadura, atravesándole desde la axila hasta la parte superior del hombro y alzándolo del suelo. Los niños rieron y las mujeres se estremecieron.  

—¡¿Quién quiere descubrir su ancestral rostro?! —Rió el caballero, girándose hacia la multitud portando el cuerpo del mito—. ¡¿Quién desea contar a sus nietos que abrió la visera del duende del norte?!

Lanzó al duende entre la multitud y éste cayó entre los barriles de pescado y sal. La sangre empezó a acumularse en su yelmo, amenazando con ahogarle.

El caballero plateado se abrió la visera y se acercó al duende, las gentes le dejaron espacio apartándose, y pronto lo tuvo a su merced. El duendecillo levantó su espada en un intento de defenderse pero el caballero fue más rápido y apartándola descargó un último tajo contra el estómago, entre los pliegues de acero de la cota de malla y la armadura.


La hundió bien, inclinándose hacia adelante y acercando su rostro al del duende. Una vez la empuñadura de su espada rozó la carne del oscuro caballero, éste emitió un agudo gemido. Alcanzó su espada y agarrándola con firmeza mientras sus pulmones se encharcaban y se oprimían, desató sus últimas fuerzas en blandir el acero contra el cuello del caballero plateado, atravesándolo, y haciendo rodar su cabeza hasta el suelo. El peso muerto de su enemigo cayó sobre él, hundiéndole entre las maderas rotas. Ahora la sangre estancada dentro de su yelmo apenas le dejaba respirar ni oír el alboroto que había formado. El pecho le dolía horrores. Y en un acto reflejo y con la mano temblorosa deslizó su visera hacia arriba, cayendo un mar rojo sobre el resto de la armadura, rojo sangre sobre negro noche, y unas finos labios rosados y unos infantiles ojos se descubrieron tras la coraza del duende del norte, el viejo mito y la ancestral leyenda de un luchador silencioso. 


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