
me lo vais a perdonar porque es domingo...
«No creo en el tiempo», decía
Vladimir Nabokov. «No creo en el tiempo».
Pensadlo. Paladeadlo. Decidlo en voz alta y luego esperad en silencio. «No creo en el tiempo», saboread. El tiempo no existe. Tiempo. Segundos.
Horas. Días. Semanas. Meses. Años. «No creo en el tiempo». Ayer. Hoy. Mañana.
2015. Mentira. Mentira. Mentira. El tiempo no existe.
La vida es
algo complicado de explicar. Las personas son complejas en su propia
complejidad. Y durante toda nuestra historia hemos sucumbido a la necesidad del
orden. El caos parece ser más difícil de controlar. Y hemos inventado algo
tan viejo como el pensamiento, más
primitivo y obvio que el fuego o el lenguaje. No parecemos darnos cuenta de que
hay algo que no responde a ninguna
religión ni a ningún Dios al que venerar, algo tan implícito y sutil como el respirar. Que controla todo y a todos.
Que nos espolea y nos arrastra incesante hasta el final. Es engañoso, es
tirano, es cruel. No conoce indulgencia alguna. No perdona nada. Nosotros lo hemos creado, pero ya no es nuestro. Es
un demonio inmortal que nos acompaña en silencio. Lo vemos detenerse,
escaparse, esconderse. Tiene tanto poder que una vez ha caído el último
grano, ha caído la esperanza.
«No creo en el tiempo», que decía
Nabokov, autor de Lolita. «No creo en
el tiempo». El tiempo no existe. Ahora, recordad: «Se ha acabado el tiempo»; «Queda
poco tiempo»; «No nos da tiempo»;
«¿Cuánto tiempo queda?»; «El tiempo todo lo cura»; «Se acaba el tiempo»; «Tic.
Tac». Recordad todas esas veces en las que nos hemos puesto el tiempo cual
soga al cuello. Tic tac.
No es algo
natural, es algo nacido de la necesidad natural humana. Pero como el principio
o la creación, la duda y el tiempo y el final forman parte de nuestra historia.
Pero ¿hasta qué punto la condicionan?
Ayer se me
cayó el reloj al suelo. Hizo un ruido seco y fugaz como de un hueso de animal
partiéndose, crujiendo en el silencio, como un disparo en la oscuridad. Lo
recogí con un nudo en la garganta. Se le había estallado el cristal, mas un
débil y constante chasquido me descubrió a las agujas aún girando, aún
contando. Indiferentes. Y según me
abrochaba la correa de cuero a la muñeca de nuevo, me pregunté esto que os
pregunto yo ahora a vosotros: ¿Qué es esa
sensación que nos asalta cuando perdemos la noción del tiempo? ¿Qué sería de
nosotros si de pronto, un día como hoy, nadie tuviera hora y todas las
manecillas, números, mecanismos hubieran dejado de contar? ¿Qué sería del
mundo, tal y como lo conocemos, sin (el) tiempo?