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Me siento a la mesa de nuestro comedor-salón, colacao en mano. Me he despertado relativamente pronto —11:30—, pero por alguna razón ahora el reloj marca las 13:00. Suspiro y me dedico a mirar los cereales flotando en la leche, ya blandos y entumecidos. Los sigo mirando un buen rato, no me gusta morder ese cuerpo blando, ya empapado del líquido, qué asco. Sin embargo, levanto la cuchara y para dentro. «Venga, va, que tienes muchas cosas que hacer». Tengo mil pestañas abiertas en el ordenador, varios documentos, los auriculares puestos —ya es una costumbre—. A veces escribo mensajes en el móvil, pero últimamente todo el mundo parece cansado, dejado, perezoso. Y me sobreviene a mí ese hastío que nos va matando ya a primeras horas de la mañana. La palpitación de que hoy será un día como el de ayer, sin variar en la textura del paso del tiempo, como un líquido espeso que se acumula en el cuello de la botella sin terminar de caer del todo. La mesa tiembla, mis brazos tiemblan sobre la mesa, el ordenador tiembla, y los dedos pulsan frenéticos la superficie del teclado. Escribir es lo único que me queda. Quizás, leer. Pero vivir como para dentro, y contar la experiencia hacia afuera. Esa es mi rutina. Ese es mi modo de vida. Sospecho que tiene límite, que me va a (terminar de) matar llegado el momento, pero es el único modo que me funciona. La única manera de encontrar algo por lo que seguir alimentándome de belleza. Porque la búsqueda de la belleza, exprimir hasta el último grano de luz, ese ha sido el centro de mi voluntad y mis fuerzas estos dos últimos años. Bellezas que se me agotan, que se me escapan, que nunca han sido mías.
Me pierdo entre
tanta distracción, hasta encontrarme en este documento en blanco, escribiendo
esto como si no pudiera hacer otra cosa. Al otro lado, en la otra ventana del
ordenador, me espera un trabajo grupal para la universidad, con fecha de
entrega: hoy. Lo he hojeado mil veces, sé qué hay que hacer, pero pospongo
hacerlo un poco más. Y escribo esto. Y me maravillo pensando que podría
escribir un apasionado trabajo sobre algo que no he leído, que no me apasiona.
Podría hacerlo, casi puedo notar las palabras ya brotando. Se me da bien esto
de mentir, de pretender. Escribo y leo, escucho y parloteo como si cada
encuentro fuera una celebración de la vida, del mundo, de nosotros. Pero me
acabo quedando sola, con la última palabra, como si tuviera razón y yo fuera el
orden y no pudiera perturbárseme. Me enfado, y el enfado dura poco, pero la
intención sigue ahí.
Has cambiado, ahora estás como vivísima. He
cambiado, no estoy más viva, pero sí encuentro la muerte y el tiempo presionándome
para vivir. Porque vivo una vida maravillosa, y a veces pienso que en cualquier
momento, sin que me dé cuenta, se acabará y no volveré a vivir estos años de
locura y rendición y de pura vida y bendita belleza. No sé qué digo la mitad
del tiempo, y la otra mitad no digo nada. Hace nada he leído El amante de
Marguerite Duras, sabiendo que me iba a gustar —como todos los libros que
compro; tengo un don—, y me ha gustado. Me ha gustado muchísimo. He avasallado
a las personas de mi vida con sus palabras y sus escenas y su intensidad. He
intentado sacudirles, agitarles hasta el extremo de la ternura y la excitación.
Hasta que la fuente se ha agotado, y ese ir y venir de fragmentos de
cotidianidad se ha vuelto invasión. Se han desolado las ganas, se han
marchitado las fuerzas. Y yo he escrito cosas que encuentro brillantes en mi
pequeña libreta azul: desencanto es muerte. La muerte es el desencanto. No hay
mejor representación ni metáfora que la que sale de mi mente y sus
cavilaciones.
He ganado un
libro de Bohumil Hrabal esta mañana. Anoche hablamos de un tal Samir que en
realidad no se llama Samir, descubrimos que nosotras éramos las otras, las no
importantes, y nos reímos. Fue una risa falsa y triste, pero una risa de
alivio, de resignación, de ahora somos un
poco más libres. Hablamos de nuestras fantasías, del sexo, de lo perverso,
de ser niñas y ser vírgenes cuando el dolor harto conocido se presenta siempre
como la primera vez. Renuncié a aquel loco de Samir, lo decidí. En realidad el
ensueño simplemente acabó por desvanecerse; al contárselo a ella el desencanto
se hizo real, y no pude detener la muerte de aquella parte de mi vida, y casi
de mi cuerpo. Ahora me supongo de luto, de celebración. Debes encontrar a alguien a quien le importe, a quien le importes.
Aún me quedo consternada y pensativa ante ese consejo: pero qué. No. Debería
escucharle. Sí. Tiene razón. Debería encontrar a alguien a quien le importe
después del daño. Debo esperar. Debo estar atenta. Debo salir y encontrar algo
que no estoy buscando para dejar de buscarme a mí misma. Me siento triste y sin
fuerzas.
Ha pasado toda
una vida desde comienzos de Octubre. He vivido encantos y desencantos. Me he
dejado el aliento y el corazón en las manos de otras personas y en el fondo de otros
pozos. No me arrepiento de desgarrarme de esta manera. He encontrado otra
palabra favorita: germen. He descubierto otro libro favorito: El amante. Otra
película maravillosa: El amante (1992). Un nuevo poeta: Hölderlin. Una nueva
expresión en alemán: knuddeln mich. Una nueva canción favorita: Hope you die
(Molly Nilsson). Ahora nos decimos: rusita tú, rusita yo. Porque somos un poco
pálidas, un poco bellas, un poco locas y un poco frías. Le echaré de menos
porque a veces me hacía sentir bien. Adiós, Samir, adiós. Y vuelvo a ser mía, y de ella, y de
nosotros. Ellos me han perdonado, ahora me toca a mí perdonarme y perdonar al mundo, aunque el mundo para mí
siempre esté absuelto. Ya son las 14:04, el tazón de colacao sigue sobre la
mesa, ya vacío. La mesa sigue temblando. Las tareas siguen esperándome. Yo sigo
escribiendo. Vosotros volveréis a escucharme... ¿verdad?